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Especial terrorífico · Adictos a la escritura · Proyecto 4

Hola a todos y todas, aquí está mi participación en el cuarto proyecto de Adictos a la escritura. En esta ocasión el tema es un espacial terrorífico por la señalada fecha de Halloween o el día de difuntos, aunque me temo que la temática que he escogido para mi relato poco tiene que ver con el terror, así que tal vez se quede fuera del proyecto. De todos modos, aquí está para compartirlo. Debido a que la inspiración me llegó hace un par de días y a mi escaso tiempo libre, no me ha dado lugar a repasar el texto todo lo que me hubiera gustado, por lo que muy posiblemente encontréis más de un error en el relato. No dudéis en comentármelos. Gracias.
Espero que os guste.

El último truco o trato.


El dolor para Ted era como una telaraña pegada a esa parte del cerebro que aún le funcionaba. A veces la sentía igual que sutiles hilos que empujados por el viento le rozaran la piel, provocando una quemazón poco soportable allí donde tocaban. Otras, las que más, las hebras se volvían afiladas y consistentes, se tensaban, se endurecían, se expandían, y entonces toda su mente, todo su cuerpo, era una gran telaraña flamígera, en cuyo centro, igual que una diminuta mosca torturada, se debatía su pobre conciencia agonizante.

Era en esa naciente eternidad cuando sus sentidos se exacerbaban y el mundo, hasta entonces una leve nebulosa, se consolidaba a su alrededor con insoportable nitidez. Su cuerpo consumido y exánime apreciaba, allí donde antes no había, hasta la última imperfección del colchón, la suavidad y la tibieza de las sabanas ahora le dejaban en la piel un tacto áspero y quebradizo, la almohada empujaba contra su cabeza, como si tratara de colarse dentro. El olor a desinfectante, jabón y ropa limpia, a aséptica farmacia, el irreverente tufillo de la agonía, fluía, sorprendentemente sólido, por su garganta. Hasta sus oídos llegaba con claridad meridiana, punzante como un estilete, el crujido del suelo de madera, de los muebles, del las paredes, el golpeteo de la “bolita” en el interior de flujómetro del sistema que administraba el oxígeno, el palpitar de la bomba de infusión intravenosa que cada cuatro horas, cada cuatro infinitas, insufribles, desgarradoras horas, introducía puntualmente en sus venas la bendita morfina. Podía escuchar incluso a Lucy hablando tras la puerta entornada; otra vez esgrimiendo la misma suplica incansable, otra vez recibiendo la misma respuesta condescendiente cargada de resentida incomodidad, de hipócrita impotencia.

—Entiendo lo que me pide, señora Harris. Créame que desearía que estuviera en mis manos. No me vea sólo como un médico que rellena recetas.

—Usted podría….

—En otro estado, en otro país, tal vez. Pero aquí ni siquiera está contemplado el suicidio asistido. Me convertiría a los ojos del mundo en un asesino.

—Un asesino es el que arrebata la vida a otro. ¿Qué vida le arrebataría usted a mi Ted? Usted y los otros médicos dicen que apenas le queda una semana. ¡Una semana! ¿Por qué le atormentan de este modo? ¿Acaso no ha sido toda su vida un buen hombre trabajador y cristiano? ¿Un buen marido? ¿Un buen padre? ¿Se merece morir en ese infierno? A una mascota se le da el consuelo de una muerte indolora, ¿por qué mi esposo es menos digno que un animal?

—No está en mis manos señora Harris sino en las de Dios, que él decida.

Ted escuchó el sollozo apagado de su esposa y otro tipo de dolor, muy diferente al provocado por el cáncer que le consumía las entrañas, le aceleró el corazón. A través de la mascarilla de oxigeno que le cubría nariz y boca trató de llamarla, de atraerla a su lado para alejarla de aquel indigno discípulo de Hipócrates, y un quejido cavernoso que le supuso demasiado esfuerzo, provocó que la tela de araña ramificada por su cuerpo se inflamara con más intensidad.

—Váyase —la voz de Lucy sonó afligida pero firme—. Si ya ha hecho todo lo que podía no le necesito aquí para nada. Lárguese con su legalidad y su sentido de la ética y métaselo por donde le quepa.

«¡Qué mujer!», pensó Ted con el orgullo de un marido que, en cuarenta años de matrimonio, no ha dejado de amar a su mujer ni un solo día.

La oyó entrar en la habitación y sentarse junto a su cabecera. Notó su mano, algo huesuda pero tersa, tomar la suya, los dedos de la otra rozarle cariñosamente la rala cabellera frágil y grisácea. Quiso sonreírle, decirle que no se preocupara, que todo saldría bien, pero apenas logró mover los labios.

—Ya está, cariño —le consoló Lucy—. No te esfuerces, corazón —La mano de ella le estrecho con controlada fuerza la suya—. Estamos solos nosotros dos; me deshice de ese matasanos bueno para nada. ¿Sabes lo que estaba haciendo antes de que llegara? Preparar las fuentes de caramelos y la fruta escarchada, y adornar el porche como a ti te gusta, con las calabazas en los escalones y ese feo espantapájaros sentado en la mecedora. He colgado los fantasmas en las ventanas y en la puerta principal, tu querida bruja. Está un poco apolillada pero eso le da un mayor encanto, ¿verdad que sí?

Los parpados de Ted, delgados y frágiles como papel de fumar, se estremecieron; una rendija a través de la que podía distinguirse un resquicio de unos ojos lechosos, se abrió en ellos. Sus labios, ulcerados y secos, trataron, sin lograrlo, de bosquejar una sonrisa tras la empañada mascarilla de oxigeno.

El sonido de pasos y risas lejanas al otro lado de la ventana, llenó el silencio que se abatía sobre la estancia. Al poco, una campañilla estridente repiqueteó por toda la casa.

—Tranquilo, no me muevo de tu lado —negó Lucy al ver que el cantarín estrépito le agitaba—. Me quedo contigo. Ya volverán. La noche apenas acaba de empezar.

Ted alzó lánguida y pesada una mano donde los huesos se marcaban con macabro detalle bajo la amarillenta y marchita carne. Acertó torpemente a posarla sobre la mascarilla, que apartó hacia un lado con gesto derrotado.

Truco o trato —musitó con una desmayada mueca que pretendía ser una sonrisa.

La sombra pesada de la amargura emborronó el cansado rostro de Lucy. Su cabeza, coronada por una cabellera entrecana y algo desaliñada, se movió arriba y abajo con resignación mientras volvía a colocarle la mascarilla.

—Está bien, Ted, si es lo que te hace feliz, bajaré a darle a esos niños su truco o trato.

Una vez que supo que ella había abandonada la habitación, Ted se permitió emitir un largo y quejumbroso lamento. Volvió la cabeza hacia su izquierda, allí donde sabía, aunque apenas pudiera distinguirla, se hallaba la bomba de infusión. ¿Cuánto había pasado desde la última dosis? ¿Cuánto más tendría que esperar? No importaba, el tiempo se volvía inmedible cuando la telaraña reptaba por todo su ser, retorciéndole las entrañas, envolviéndolo como una prensa que comprimiera sus miembros milímetro a milímetro.

Respiró trabajosamente. Tomó una bocanada de aire, dos.

«Por favor», pensó. «Por favor», suplicó, con la ciega mirada puesta en el impávido aparato destinado a calmar su agonía cada cuatro horas, cada cuatro espantosas horas. «Por favor», lloró sin lágrimas cuando los miles de hilos de su particular tela de araña se fundieron en uno solo para transfigurarse en un único pulso rítmico, puntual, desmembrador, obscenamente inhumano.

Entre los retazos de conciencia creyó oír voces infantiles, risas, frases gritadas al viento: «Póngase bueno pronto, señor Harris», «Le echamos de menos, señor Harris», «El año que viene no falte», y el dolor que le estaba quitando la vida, no le pudo robar también la felicidad de aquellas voces joviales, de su cariño fugaz, de su ingenua confianza.

—Ted, aguanta. Aguanta, cariño.

Lucy estaba de nuevo junto a él, sosteniéndole la mano que, como todo su cuerpo, se sacudía con rígidos espasmos; aunque no era su contacto suave y amoroso lo que percibía, sino la caricia hecha dolor traspasándole la piel, la carne, hundiéndose en unos huesos que parecían gelatina.

—No —susurró, y su voz sonó, a través de la mascarilla, extrañamente serena—. No quiero aguantar más —Miró a su esposa a los ojos, unos ojos que antaño fueron de un azul feliz y que ahora, tan injustamente, se hallaban arrasados por el dolor y la impotencia, y después los desvió hacia la bomba de morfina—. Un último truco o trato.

—Ted —gimió, comprendiendo, con la clarividencia de siempre, lo que su esposo le pedía. Se llevó la mano del hombre a los labios y la besó ocultando el rostro en el gesto—. Por todos los santos, Ted, no me pidas eso. No mi amor, por favor, no…

—Te quiero —dijo y algo de la marchita belleza de la que antaño gozara su rostro, afloró tras el velo del padecimiento—. Siempre te querré.

Lucy lloró; Ted no supo durante cuanto tiempo, porque el tiempo se volvía blando e infinito cuando la telaraña le ceñía la conciencia. Lloró sobre su mano, sin mostrarle el rostro, y sus lágrimas le bañaron la piel como lluvia ácida. Lloró hasta que, con una furia ruidosa y agitada, se levantó para arremeter contra la bomba de infusión y golpear una y otra vez con saña y odio el cajetín cerrado con llave que protegía el teclado numérico dispensador de dosis. Golpeó hiriéndose los nudillos, las palmas, los dedos, rompiéndose las uñas, hasta que la tapadera cedió y entonces sólo se escuchó su acelerada respiración y el leve pitido que anunciaba una dosis más.

Una, dos, tres, cuatro, cinco…

Ted perdió la cuenta cuando la morfina, ¡bendita morfina!, inundó sus venas. Luego sólo fue consciente del cuerpo de su esposa agradablemente acurrucado a su lado, de su olor dulce, de sus lágrimas calientes y suaves mojándole el cuello.

«¡Qué mujer!», fue su último y gozoso pensamiento.

15 comentarios:

Maga DeLin dijo...

Precioso, Nut!! Me encantó. Y como siempre está muy bien narrado.

Felicidades.

Beso grande!!

marisan dijo...

Aquí me tienes, con lágrimas en los ojos, terminando tu relato. Bello. Para los que como yo han pasado por la odisea de ver sufrir a un familiar, están muy bien narradas las dos agonías. ¿Terror? Da más terror la vida que los trucos de prestidigitador, reina.
Un beso. Admirándote como siempre.

Laura S.B. dijo...

Se me han encogido hasta las pestañas después de leer tu relato. Real como la vida misma. No sé por qué dices que no encaja con la temática del ejercicio, el día de los difuntos conmemora precisamente ese sentimiento, el cariño y el recuerdo, lo que narras es el último instante de la vida de este hombre.
Está genial el relato.

hada fitipaldi dijo...

Nut el relato es impresionante y sobrecogedor. Tengo el corazón encogido después de leerlo. Una narración increible. Un beso

willowgreen dijo...

Hola Nut;
UF!! me has dejado sin palabras.
Impresionante el relato.
Un saludo.

Amaya F. dijo...

Impresionante como narras. Cuanto más os leo a todas, más me maravillo.

KaRoL ScAnDiu dijo...

Impresionante, Nut... hermoso y triste... que amor más poderoso, que fé más ciega...

Increíble:D

kisses

Anónimo dijo...

Tengo encogido el corazón. Has conseguido transmitir los sentimientos de esa persona. Muy triste pero precioso al mismo tiempo.

SANDRA dijo...

No sé por qué sale como anónimo, el comentario es mio. un besote

Kyra Dark dijo...

Increíble, Nut. Me he emocionado y todo. Es alucinante cómo dominas la lengua. No sólo está bien narrado sino que una historia muy dramática la has conseguido hacer cariñosa, sin aspavientos ni sobradas.
No sé ni explicarme. solo sé que todavía estoy medio llorosa.
Increíble.

Lunalula dijo...

Brillante Nut, aqui me tienes lloriqueando por tu cuento.
Es tan tierno, increible.
Gracias, fue un gusto leer algo asi.
Saludos!

Anónimo dijo...

Siempre consigues emocionarme.Tienes una forma de describir las emociones de los personajes que consigues una total empatía.

Inmenso.

Déborah F. Muñoz dijo...

se me han saltado las lágrimas, se te da muy bien el drama

LadypurlE dijo...

Hermoso nut!! Te dejo un saludo rápido, me ha encantado tomarme 10 minutos de madrugada para leer este relato, como siempre es bellisimo y estremecedor. Espero pronto tener mas cosas que leer de ti!! Luego nos escribimos!! ^^ besotes querida.

Patts.

Nut dijo...

Muchas gracias a todas por pasar a leer la historia. Me alegra que os haya gustado. La verdad es que cada vez disfruto más con los proyectos de Adictos.
Ahora a calentar motores para el próximo.
Gracias de verdad por vuestra amabilidad.