Cine Paraíso.
Lo primero que
vio fue la pantalla de cine. En ella un niño con un bañador de color indefinido
jugaba a hacer castillos de arena en una playa desteñida, bajo un cielo sin
tonalidades. La luz blanda que vertía aquella silenciosa escena perfilaba los
respaldos de los asientos de las primeras filas y creaba una penumbra opaca que
no llegaba a disipar la oscuridad acurrucada en los rincones de la sala.
Algo aturdido
miró por encima de su hombro. Distinguió en la semioscuridad más hileras de
asientos, y al fondo, en los laterales, unas pesadas cortinas sobre las que
levitaba una luz amarillenta. Arriba, cerca del en techo, el altorrelieve de la
cabeza de un león abría sus fauces para escupir un haz de luz cargado de
imágenes que al toparse con la pantalla cobraban vida.
Se enderezó
frotándose los ojos. No le cabía duda de que se hallaba en un cine, aunque los
asientos de madera sin tapizar, los incómodos reposabrazos fijos y el aroma a desinfectante
con reminiscencias a zotal y humo de cigarrillos, le hacían pensar en aquellos
cines de barrio de su niñez y no en las modernas e impersonales salas de
proyección con pantalla gigante, sonido envolvente y 3D. No dejaba de ser
desconcertante el anacronismo del lugar, aunque lo que más le chocaba era no recordar
cómo había llegado hasta allí.
En la pantalla,
el niño en blanco y negro lloraba mientras unos pies de infante, cuyo dueño
quedaba fuera de plano, pateaban los castillos de arena hasta reducirlos a
montones informes y desparramados.
No prestó
demasiada atención a la escena, concentrado en rescatar de las profundidades de
su mente las últimas horas. Recordó haber estado bebiendo en el bar de Ted más
de lo habitual, y lo habitual ya era mucho, y el recuerdo de sí mismo agarrado
a la barra como un naufragó sin fuerzas, babeando whisky, le despertó de nuevo
la furia, la misma que había desatado contra su mujer y que le había llevado,
como otras tantas veces, de cabeza al bar. Notó el familiar calor reptando por
la nuca, el hormigueo en los brazos, la presión en el pecho, síntomas todos del
inminente estallido. Se peinó los cabellos hacia atrás con ambas manos,
respirando muy despacio. ¿Por qué había sido esta vez? ¿El trabajo? ¿Los niños?
¿La cena? ¡Qué más daba! La furia estaba ahí, en su interior, adherida a su
espina dorsal como un parásito, cohabitando a la espera de una palabra, de un
gesto, de una excusa cualquiera. Y entonces brotaba. Liberada de su reclusión se
le escapaba por las manos y la boca y los ojos; se vertía fuera de su cuerpo dejándole
vacío, felizmente vacío durante unos instantes. El mundo parecía diferente
cuando la furia le abandonaba, menos incomprensible, más soportable. En esos
instantes llegaba el remordimiento, las disculpas y las promesas sin futuro.
Pero la furia siempre retornaba. Cuando el sonido de los llantos se extinguía y
los puños dejaban de doler, la furia reaparecía. Se le colaba de nuevo dentro
filtrándose hasta las entrañas y allí se quedaba, latiendo despacio, acechando.
Le escocían
los nudillos. En la oscuridad no pudo distinguir bien las heridas, pero no hacía
falta, recordaba que esta vez había sido especialmente violento, primero con su
mujer y después con las puertas; podía imaginar sin mucho esfuerzo el aspecto
de sus manos.
Algo en la
pantalla captó su atención. Un hombre abrazaba al niño del bañador, un tipo fornido,
amenazador, extrañamente familiar. Consolaba al pequeño al tiempo que sus
labios se movían bruscos y veloces y sus ojos decepcionados y hostiles miraban
al frente. La escena no tenía sonido, era imposible saber que estaba diciendo
aquel hombre de grandes manos, y aún así lo sabia.
—¿Qué pasa
contigo? —dijo en voz alta, y el silencio pesado que le rodeaba pareció
engullir cada palabra—. ¿No puedes estar ni un minuto sin joder a tu hermano?
Sintió asco y
rabia y odio. Contra el hombre, contra el niño del bañador. Los mismos celos
que padeció como un genuino tormento durante toda su niñez y adolescencia, esos
que le habían llevado a convertir la vida de su hermano pequeño en el peor de
los infiernos, se le removieron en las entrañas; vividos, consistentes, como un
veneno, hasta el punto de notar como la bilis le subía por la garganta. Los
celos. Recordaba lo que le hacían pensar, lo que le hacían sentir, lo que le
hacían desear.
Se cubrió la
boca y se dobló en dos tragándose las nauseas.
¿Qué estaba
sucediendo? ¿Por qué esa escena le era tan próxima? ¿Tanto se parecían los
protagonistas a su padre y a su hermano como para hacerle rememorar aquellos
años? ¿Y por qué el recuerdo venía acompañado de sentimientos tan físicos?
Con un gesto
brusco se deshizo el nudo de la corbata. Alzó los ojos buscando de nuevo las
inquietantes imágenes, pero no las halló. El paisaje era otro: nocturno,
callejero, convertido por el blanco y negro en una existencia plana. En segundo
termino un edificio achaparrado, una fachada iluminada con luces de neón
monocromáticas; y veinteañeros fumando, bebiendo de vasos de papel, bailando al
son de una música que no sonaba. Un grupo de unos siete jóvenes se apartó del
resto y corrieron hacia la pantalla como si quieran atravesarla, pero en
realidad solo tratan de atrapar a alguien fuera de campo que huía y al que terminaron
alcanzando y tirando al suelo. Los puños, los pies enfundados en botas y
zapatillas de deporte, los escupitajos, cayeron sobre la pantalla.
Sintió el
dolor de aquellos golpes inexistentes. Se retorció en el asiento queriendo
esquivarlos, protegiéndose el rostro con los brazos, de puños que no le
alcanzaban, de taconazos que quedaban atrapados al otro lado de la pantalla.
—¡Parad!
¡Parad, hijos de puta! —chillo, pateando los asientos de delante.
No era un
dolor real el que sufría su cuerpo, lo sabía. Era un recuerdo, uno de hacía
muchos años, de una noche en que una niñata calientapollas de la universidad no
se la quiso chupar y él la zarandeó, y la llamo puta; y ella, para joderle, fue
a contarle su versión a los matones de sus amigos. No era real, su mente era
consciente de ello, y aún así sentía de nuevo las patadas en el estómago y los
riñones, los puñetazos en la cara, el miedo convertido en un dolor más intenso
e hiriente que los propios golpes.
Se puso en pie
y a trompicones, retorciéndose, con el aguijón del miedo clavado en su mente, negándose
a mirar hacia la pantalla, salió al pasillo y corrió hacia la luz amarilla. No
entendía lo que estaba pasando y no iba a perder el tiempo en intentar
entenderlo.
Alcanzó la
cortina y la apartó con violencia. Al otro lado vio una sala con hileras de
asientos y una pantalla de cine en la que un hombre gesticulaba con el rostro
transfigurado por la cólera mientras sacudía en el aire un puñado de papeles.
Confuso,
retrocedió dejando caer la cortina. Miró a su espalda y de nuevo, retirando la
cortina, hacia la sala que tenía ante sí.
—No puede
ser... —musitó adentrándose en ella, notando que el miedo comenzaba a transformarse
en pánico.
Corrió por el
pasillo palpando las paredes. Llegó hasta la pantalla y se giró para mirar
hacia el fondo. Allí estaban las dos cortinas a cada lado, coronadas por las
luces amarillas de emergencia, y pegada al techo, impertérrita, la cabeza de
león, con sus fauces escupiendo luz. Se lanzó por el pasillo contrario y atravesó
sin detenerse la cortina, para dar de nuevo con una sala de cine donde el mismo
hombre colérico continuaba en la pantalla gritando y amenazando con los puños
cerrados.
—Tranquilízate.
—Se cubrió el rostro con los puños cerrados—. Si has entrado tienes que poder
salir.
Respiró hondo
varias veces y apartó las manos. No quiso, pero sus ojos fueron directamente
hacia la pantalla buscando el rostro del hombre vociferante.
Lo conocía,
demasiado bien. Lo conocía y recordaba cada palabra que estaba pronunciando
aunque no pudiera oírlas. Sus críticas, sus insultos.
—¡No soy un
inútil! —gritó apuntando hacia la pantalla—. ¡Y lo sabes, hijo de puta! ¡Claro
que lo sabes!
La humillación
de entonces regresó. La sintió renacer dentro de él, espinosa, cáustica, tan
real como lo fue años atrás cuando aquel envidioso le hacía ir a su despacho
para acusarle de apropiarse del trabajo de otros porque era demasiado inepto y
vago para poder hacerlo por sí mismo. En cada ocasión habría querido poder
responderle permitiendo que brotara la furia que habitaba en su interior, que
fueran sus puños los que argumentaran contra sus afirmaciones. Pero la
humillación, esa que nace de tener que escuchar las verdades sobre uno mismo que
no somos capaces de aceptar, se lo tragaba todo, incluso la furia, y le dejaba
impotente, enfermo, hastiado hasta la nausea de sí mismo y del mundo.
A la carrera
llegó hasta la pantalla. Tiró de la lona con ambas manos, con los dedos
convertidos en garfios.
—¡Calla,
cabrón! ¡Calla!
La lona se
desgarró con un sonido pesado, abriendo una fisura en forma de siete que expuso
el muro que había tras la pantalla. Se apartó de ella maldiciendo y escupiendo
su desesperación. Corrió por el pasillo y de nuevo entró en la sala contigua.
Una mujer lloraba en la pantalla abrazada a un niño. El llanto convulsionaba
sus hombros que los brazos del pequeño no llegaban a abarcar. Sus sollozos
mudos resonaban en la sala como gritos.
La vio a ella,
al niño y también la rotura en la pantalla, exacta a la que unos segundos
antes, en la sala continua, sus mismas manos habían originado.
—¿Qué está
pasando? —chilló.
Corrió por
ambas salas pidiendo ayuda a gritos, saltando sin sentido por los asientos, dando
trompicones, cayendo al suelo y levantándose espoleado por una angustia viscosa.
Buscó una puerta de salida que no existía, pateando y golpeando las paredes con
las manos, sin importarle el dolor que las iba entumeciendo. Arrancó las
cortinas. Tiró sus zapatos contra la cabeza del león. Rasgó la pantalla con
tanto ímpetu que se le rompieron las uñas. Gritó y gritó sin descanso hasta que
la voz se le quebró y de su boca ya solo salieron graznido.
Al cabo de un
tiempo que no fue capaz de calcular, se dejó caer con la espalda apoyada en la
pared; agotado, perdido en la nebulosa de terror que le embargaba, sintiéndose enclaustrado
por la densa atmósfera de silencios.
—Recuerda,
recuerda —se dijo tironeándose de los cabellos, resollando, derramando lágrimas
de desesperación y terror—. Si has entrado tienes que poder salir. ¡Recuerda
como has llegado aquí, por el amor de Dios!
En la
desgarrada pantalla los veinteañeros volvían a desahogarse con patadas y
golpes. Su intangible brutalidad le hizo sacudirse con violencia.
—¡Basta!
¡Basta! —suplicó.
Arrastrándose
por el suelo, llegó hasta la sala contigua, queriendo escapar del horror y el sufrimiento
que aquella escena le producía. Alzó la cabeza y en la pantalla vio que había
una playa y un niño y un hombre, y los celos, que eran peor que los golpes, se
retorcieron como culebras en sus entrañas.
—Recuerda —se
dijo con la cara pegada a la moqueta—. Recuerda, joder. El bar de Ted, las
copas. Saliste y cogiste el coche. Sí, lo cogiste y llegaste hasta la avenida. Había
un autobús y entonces... entonces...
La imagen
brotó en su mente como la ráfaga de unos faros segando la oscuridad de la
noche. La vio un segundo con nitidez, y después desapareció, pero fue
suficiente.
Se quedó
inmóvil, sin respirar, sin pensar, como si todo su ser no fuera más que la
cáscara reseca de sí mismo y temiera convertirse en polvo con un simple
parpadeo. Después, mucho después, despacio, porque las fuerzas le habían
abandonado, tanteó buscando un punto de apoyo. Se agarró a un reposabrazos y
logró tirar de su cuerpo y alzarlo, para dejarse caer como un fardo sobre el
asiento. Con las manos se cubrió el rostro y a través de los dedos miró hacia
la pantalla. En ella, la mujer que tanto se parecía a su esposa suplicaba que
parase mientras abrazaba a un niño que era igual que su hijo.
Los
remordimientos, esos que se tragaba siempre, que ignoraba, que nunca fueron lo
suficientemente sinceros como para hacerle cambiar, le punzaron el pecho,
agudos igual que puñales, como si pretendieran abrirse camino hasta el exterior
a cuchilladas.
—Así que era
verdad —murmuró.
Una risa
entrecortada y ronca surgió de su garganta.
Era cierto. Como
algunos imbéciles proclamaban, al morir uno veía pasar la vida ante sus ojos.
Allí estaba la suya, su inútil y detestable vida, convertida en una película en
blanco y negro sin sonido y sin vuelta a tras.
Sus carcajadas
subieron de volumen, crecieron hasta volverse estridentes, grotescas.
—¿Hasta
cuándo? —gritó agarrándose al asiento de delante, enroscándose en él porque las
piernas no le sostenían—. ¿Hasta cuándo
tendré que aguantar esta mierda?
Hubo un
fundido en blanco en la pantalla y unas letras negras emergieron de las
profundidades.
—«Sesión
continua» —leyó.
Y cuando los
veinteañeros aparecieron de nuevo en la pantalla gritó, de pie, los ojos desorbitados,
la boca desencajada. Gritó con todas sus fuerzas, con todo el terror que le
invadía. Pero su voz solo fue un silencio más en la sala de cine.
Fin.
11 comentarios:
Uf, menos mal que has acabado, me estaba poniendo malo del todo. Hay trozos de tu relato que los hemos pasado todos, a mí me han pisado los castillos de arena muchas veces. Me has dejado el cuerpo temblando. Me ha gustado tu descripción y me he olvidado de todo lo demás. El último párrafo he tenido que leerlo varias veces para saber cómo termina. Un abrazo.
Muy atrapante. Y con una justa lección para el protagonista. Felicitaciones!!! :)
Qué frustración.
Sin duda el protagonista merecía algo así.
¡Saludos! :)
Que escrito, esta muy bien redactado, las palabras que usaste las adecuadas y me llegaste a generar claustrofobia, excelente
Saludos desde Colombia
El ritmo, la secuencia de escenas y la reacción del espectador... sencillamente perfecto y macabro a partes iguales.
Me encantó volver a leerte!!!
Me ha gustado mucho el relato. La manera de comenzarlo me ha llamado mucho la atención, es intrigante. Las descripciones me han parecido geniales, me gusta que incluso describes los olores de la sala. También esa sensación de agobio y miedo de querer salir de un sitio y acabar volviendo al mismo y de estar atrapado. El final me ha sorprendido mucho, me ha transmitido como que recoge lo que siembra o prueba su propia medicina y encima con la incertidumbre de no saber hasta cuando...
Está genial. Un saludo!!
Karma puro, muy merecido.
¡¡Muy buen relato!!
Una historia tan buena como la redacción. Un maravilloso ejemplo de terror psicológico. Enhorabuena :)
Definitivamente me gustó. Las descripciones son muy acertadas y me atrapó cuando comenzó. El enclaustre me fascinó aunque el significado de la película me lo pensé desde que comencé.
El final está bien. Karma puro.
Saludos.
Muchas gracias por leer el relato y por vuestras opiniones. Jldurán, repasaré el final, gracias.
Me encanta. La forma en que lo cuentas está bien, pero lo que más me llamó la atención es el significado que das a eso de "ver pasar tu vida frente a tus ojos".
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